Siempre me ha llamado la atención el mundo de la filantropía. No solo por el acto de dar, sino por la complejidad de entender qué tan útil ha sido ese “dar”. La idea de que una acción de impacto social o ambiental puede generar un cambio es poderosa, pero también llena de incertidumbre. ¿Cómo sabemos si lo que hacemos realmente funciona? ¿Cómo podemos demostrar, con datos sólidos, que nuestra inversión social ha mejorado la vida de las personas o el entorno?

La filantropía, aunque bien intencionada, enfrenta una paradoja: no basta con ayudar, hay que demostrar que se ayuda de manera efectiva. Y en ese sentido, la medición del impacto se vuelve un reto colosal. A lo largo de los años, han surgido marcos de referencia como los criterios ESG (ambientales, sociales y de gobernanza) que han tratado de poner orden y estructura a esta necesidad de evaluar el cambio. Sin embargo, aún estamos lejos de contar con una metodología estandarizada que permita medir de manera rigurosa, y sobre todo comparativa, los efectos reales de una intervención social o ambiental.

Aquí es donde entran en juego la experimentación y la cuasiexperimentación. Aunque en la ciencia estos métodos son fundamentales para probar hipótesis y establecer relaciones de causa y efecto, en el ámbito filantrópico todavía no hemos logrado integrar completamente este enfoque en la medición del impacto. Y ese es uno de los grandes desafíos que enfrentan los filántropos hoy en día: saber con certeza si su intervención ha generado cambios reales o si simplemente han invertido dinero en algo que ya estaba sucediendo por otras razones.

El dilema de la medición en la filantropía

El primer problema que enfrenta cualquier filántropo, empresa con RSE o fundación que busca medir su impacto es que los efectos sociales no son fáciles de aislar. A diferencia de una empresa comercial, donde se pueden medir ventas y retorno de inversión, en la filantropía los indicadores son más difusos. Queremos saber si una beca mejoró la trayectoria de un estudiante, si una inversión en infraestructura comunitaria fortaleció el tejido social, o si una campaña de salud realmente redujo la incidencia de una enfermedad. Pero, ¿cómo podemos demostrarlo con datos sólidos?

Aquí es donde aparece el problema de la atribución. ¿Cómo podemos estar seguros de que el cambio que observamos se debe a nuestra intervención y no a otros factores externos? Muchas veces, el impacto de una iniciativa se ve mezclado con otras variables que no controlamos: políticas públicas, tendencias económicas, cambios culturales, entre otros. Un filántropo puede invertir en educación en una comunidad, pero si al mismo tiempo el gobierno mejora los programas escolares, es difícil saber qué parte del progreso se debe a su inversión y cuál a factores externos.

Para enfrentar este problema, las empresas y fundaciones han comenzado a adoptar metodologías de medición de impacto basadas en datos. Se han popularizado herramientas como el Social Return on Investment (SROI), el análisis de resultados basado en indicadores ESG y el uso de encuestas de percepción. Sin embargo, muchas veces estas herramientas miden correlaciones, no causalidad. Nos dicen que hay un cambio, pero no nos dicen si ese cambio se debe específicamente a nuestra intervención.

El aporte de los ESG y sus limitaciones

En los últimos años, los criterios ESG han sido una gran ayuda para organizar y estructurar la medición del impacto. A través de estos marcos, muchas empresas y filántropos han podido definir objetivos claros, establecer métricas de desempeño y generar reportes que dan cuenta de los avances en sostenibilidad y responsabilidad social. Sin embargo, los ESG tienen una limitación importante: están diseñados para medir desempeño, no impacto real.

Los reportes ESG nos dicen cuántos árboles se plantaron, cuántas horas de voluntariado se realizaron o cuántos beneficiarios participaron en un programa social. Pero estos números no nos dicen si realmente mejoraron la calidad del suelo, si los voluntarios generaron un cambio profundo en la comunidad o si los beneficiarios vieron un cambio real en su calidad de vida. Es aquí donde la experimentación y la cuasiexperimentación se vuelven fundamentales.

Si queremos avanzar en la medición del impacto, necesitamos dejar de medir solo outputs (lo que hacemos) y empezar a medir outcomes (el cambio que generamos). Y para eso, necesitamos metodologías más robustas que nos permitan establecer relaciones de causa y efecto.

El desafío de la experimentación en la medición de impacto

La ciencia ha desarrollado modelos de experimentación que permiten medir de manera rigurosa los efectos de una intervención. En medicina, por ejemplo, los ensayos clínicos aleatorizados han permitido probar la eficacia de los tratamientos con un alto nivel de certeza. En economía del desarrollo, los experimentos controlados aleatorizados (RCTs) han demostrado ser herramientas poderosas para evaluar programas sociales. Pero en el mundo de la filantropía y la inversión social, este enfoque todavía es poco utilizado.

¿Por qué? Principalmente por tres razones:

1.Falta de incentivos y cultura de evaluación

Muchas organizaciones filantrópicas aún ven la evaluación como un costo en lugar de una inversión. Prefieren destinar recursos directamente a la intervención en lugar de a su medición. Además, algunos donantes están más interesados en reportes visualmente atractivos que en análisis rigurosos de impacto. Esto genera un círculo vicioso donde se priorizan métricas fáciles de medir, pero no necesariamente las más significativas.

2.Dificultad para implementar experimentos en el mundo real

A diferencia de un laboratorio donde se pueden controlar todas las variables, en el mundo real las condiciones cambian constantemente. Hacer experimentos en comunidades implica enfrentar problemas éticos, logísticos y financieros. No siempre es viable crear un grupo de control o asignar intervenciones de manera aleatoria sin afectar la equidad.

3.Limitaciones en la capacidad técnica

La experimentación y la cuasiexperimentación requieren habilidades técnicas avanzadas, desde el diseño de indicadores hasta el análisis estadístico. Muchas organizaciones no cuentan con equipos capacitados para implementar estas metodologías, y los consultores especializados en estos temas siguen siendo pocos.

A pesar de estos desafíos, hay un camino claro hacia la mejora en la medición del impacto. Las organizaciones que han apostado por modelos de evaluación más rigurosos han logrado demostrar el verdadero valor de sus intervenciones y han podido mejorar su toma de decisiones basada en datos.

Algunas estrategias clave para avanzar en esta dirección incluyen:

Adoptar metodologías de experimentación y cuasiexperimentación

Aunque no siempre sea posible hacer RCTs, existen otras metodologías como la diferencia en diferencias, los análisis de tasa de cambio y los estudios de cohorte que pueden ofrecer evidencia más sólida sobre el impacto de una intervención.

Invertir en capacidades técnicas

Es fundamental que las organizaciones filantrópicas formen equipos con experiencia en evaluación de impacto y análisis de datos. Esto permitirá diseñar mejor las intervenciones y medir sus resultados de manera más rigurosa.

Promover una cultura de evaluación dentro del sector filantrópico

La medición del impacto no debería ser vista como un requisito burocrático, sino como una herramienta para mejorar la efectividad de las intervenciones. Es necesario que tanto donantes como implementadores adopten una mentalidad basada en evidencia.

Aprovechar la tecnología y la ciencia de datos

Con el avance de la inteligencia artificial, el big data y las herramientas de analítica avanzada, cada vez es más posible desarrollar modelos de predicción y evaluación de impacto más precisos. La combinación de datos cualitativos y cuantitativos puede ofrecer una visión mucho más rica sobre los efectos de una intervención.

Conclusión: no basta con hacer el bien, hay que demostrarlo

La filantropía tiene el poder de transformar vidas y generar cambios profundos en la sociedad. Pero para que realmente cumpla su propósito, necesitamos mejorar la manera en que medimos su impacto. La experimentación y la cuasiexperimentación son herramientas clave para lograrlo, y aunque todavía hay un camino largo por recorrer, es un esfuerzo que vale la pena. No basta con decir que estamos cambiando el mundo, necesitamos pruebas de que realmente lo estamos haciendo.

 

Escrito por Terraética, Consultoría en medición de impacto3