Hay profesiones que la gente entiende de inmediato. Dices «soy médico» y todos asienten. «Soy arquitecto», perfecto. Pero cuando dices «soy consultor de sustentabilidad especializado en medición de impacto», obtienes una de estas tres reacciones: mirada confusa, «ah, qué bien» (sin saber qué es bien), o mi favorita: «entonces plantas arbolitos, ¿no?»

No. No planto arbolitos. Bueno, a veces sí, pero no es el punto.

Mi trabajo consiste en algo mucho más abstracto y, paradójicamente, mucho más concreto: medir lo que las empresas dicen que hacen por el planeta y la sociedad, verificar si realmente lo están haciendo, y ayudarles a hacerlo mejor. Suena simple. No lo es. Para nada.

Después de años dirigiendo Terraetica, he llegado a la conclusión de que ser consultor de sustentabilidad es como ser el traductor simultáneo entre tres mundos que no hablan el mismo idioma: el mundo de los CEOs que quieren resultados rápidos, el mundo de los estándares internacionales que parecen escritos en sánscrito corporativo, y el mundo real donde las cosas que medimos realmente importan.

Y si a eso le sumas que estudié filosofía, imagínate. Pasé años leyendo a pensadores que cuestionaban la naturaleza de la realidad, solo para terminar cuestionando la naturaleza de las hojas de cálculo en Excel. Nietzsche estaría decepcionado. O fascinado. Probablemente ambas.

Estas son algunas historias de lo que realmente pasa detrás de esos bonitos reportes de sustentabilidad que ves en las páginas web corporativas.

El día que intenté explicarle a un CEO qué es un indicador materialista (y no, no hablo de Marx)

Llevo años en esto de la consultoría de RSE y Sustentabilidad, y si algo he aprendido es que explicar qué diablos es un «indicador de materialidad» en una sala de juntas es el equivalente corporativo a explicarle metafísica aristotélica a tu tío en la cena de Navidad. Ambos te miran con la misma cara de «¿y eso con qué se come?»

Recuerdo aquella vez que un Director General me interrumpió a mitad de presentación para preguntarme: «Roberto, ¿entonces estos indicadores son como el colesterol? ¿Tengo que preocuparme si están altos?» Me quedé paralizado. Había pasado cuatro años estudiando filosofía, leyendo a Kant y a Heidegger, para terminar comparando la huella de carbono con los triglicéridos de una persona. Pero saben qué, funcionó. A veces el existencialismo corporativo requiere metáforas médicas.

La paradoja del árbol que nadie ve (o por qué plantar 1,000 árboles no siempre significa nada)

En Terraetica hemos visto de todo. Pero nada me preparó para aquella empresa de retail que insistía en que su gran estrategia de sustentabilidad era plantar árboles en una zona donde, irónicamente, acababan de construir un estacionamiento del tamaño de tres campos de fútbol.

«¡Pero Roberto, plantamos MIL árboles!», me decía el Gerente de Sustentabilidad con el orgullo de quien acaba de descubrir el fuego.

«Ajá», le respondí. «¿Y midieron la supervivencia de esos árboles? ¿La captura real de carbono? ¿El impacto en la biodiversidad local?»

Silencio.

«¿Al menos saben qué especies plantaron?»

Más silencio.

Resulta que habían plantado eucaliptos en una zona semidesértica. Para los no iniciados, eso es como intentar criar pingüinos en el Sahara y declararlo un éxito ambiental. Aquí es donde mi formación filosófica entra en juego: si un árbol se planta en el desierto y nadie mide si sobrevive, ¿realmente contribuyó a la sustentabilidad? Spoiler: no.

El dilema del indicador de Schrödinger

Existe un fenómeno que he bautizado como «El Indicador de Schrödinger»: ese KPI de sustentabilidad que simultáneamente existe y no existe, dependiendo de si hay auditoría externa o no.

Me tocó presenciarlo en una empresa de productos de consumo. En PowerPoint, su programa de reducción de agua era impecable: gráficas ascendentes, porcentajes espectaculares, colores corporativos perfectamente alineados. El problema llegó cuando pedí los respaldos.

«¿Los datos? Ah sí, los tiene Lupita de sistemas.»

«¿Lupita?»

«Sí, ella lleva como tres años capturándolos en un Excel.»

«¿Y tienen respaldo en los medidores?»

«¿Cuáles medidores?»

Ahí fue cuando entendí que estaban reportando la «reducción de consumo de agua» basándose en… nada. Literalmente nada. Era agua metafísica. Descartes habría estado orgulloso: «No mido el agua, luego el agua no existe.»

La gran Cruzada de los indicadores inventados

Si tuviera un peso por cada vez que una empresa me ha presentado un «indicador propio» que nadie más en el planeta utiliza, podría retirarme a una playa y dedicarme a contemplar el océano mientras leo a Spinoza.

Hace unos meses, una empresa de logística me compartió con orgullo su «Índice de Felicidad Sustentable del Colaborador». Sonaba bonito. Poético, incluso. Hasta que descubrí que lo medían preguntándole a los empleados: «Del 1 al 10, ¿qué tan feliz te hace que la empresa sea sustentable?»

«¿Y eso qué mide exactamente?», pregunté con genuina curiosidad filosófica.

«Pues… la felicidad sustentable», me respondieron con la confianza de quien acaba de resolver el teorema de Fermat.

El problema con inventar tus propios indicadores es que nadie más los entiende. Es como crear tu propio idioma y luego frustrarte porque nadie te habla. Los estándares globales (GRI, SASB, CDP) existen por una razón: para que todos hablemos el mismo idioma de la sustentabilidad. Pero intentar convencer a alguien de usar estándares internacionales cuando ya invirtió tres meses diseñando su «Huella de Sonrisas Verdes™» es una batalla que haría llorar a Sun Tzu.

El Arte Zen de explicar el Scope 3

Si hay algo que pone a prueba mi paciencia más que explicar emisiones Scope 3, no lo he encontrado todavía. Para los afortunados que no saben de qué hablo, las emisiones Scope 3 son todas aquellas emisiones indirectas de tu cadena de valor. Suena simple, ¿verdad? Mentira.

Intentar explicarle a un Director de Operaciones que su huella de carbono incluye lo que hacen sus proveedores, los proveedores de sus proveedores, el transporte de terceros, el uso de sus productos por los clientes, y básicamente medio universo conocido, es una experiencia trascendental.

«Pero Roberto, yo no controlo lo que hace mi proveedor de empaques.»

«Exacto.»

«Entonces, ¿por qué tengo que reportarlo?»

«Porque es parte de tu impacto.»

«¿Pero cómo lo mido si no lo controlo?»

Y ahí es donde entramos en un loop filosófico digno de Zeno y sus paradojas. Es como si Aquiles nunca alcanzara a la tortuga, pero en versión corporativa y con hojas de cálculo.

La última vez que presenté un inventario de Scope 3 completo, el CFO me miró y dijo: «Roberto, esto parece más una tesis doctoral que un reporte de sustentabilidad.» No estaba equivocado. De hecho, mi tesis de filosofía sobre epistemología era más corta.

La reunión de los indicadores fantasma

En Terraetica tenemos una regla no escrita: si un indicador no tiene una metodología clara de medición, no es un indicador, es un deseo. O como diría Kant, es un imperativo categórico sin la categoría.

Una vez trabajamos con una empresa de servicios que reportaba orgullosamente en su reporte anual que había «mejorado significativamente su impacto social». Maravilloso. ¿Cómo lo midieron?

«Pues, se siente en el ambiente.»

Señoras y señores, el método científico ha salido de la sala.

Resulta que su «medición» consistía en que el Director de RSE caminaba por las oficinas y, si la gente se veía contenta, asumía que el impacto social iba bien. Es lo que yo llamo «el indicador de vibras»: 100% subjetivo, 0% replicable, infinito% inútil para la toma de decisiones.

Le sugerí que tal vez, solo tal vez, podrían hacer encuestas, grupos focales, o medir indicadores concretos como rotación de personal, horas de capacitación, o inversión social. Me miraron como si hubiera sugerido construir un acelerador de partículas en la sala de juntas.

El día que el Excel se rebeló

Hablemos de algo que todo consultor de sustentabilidad ha experimentado pero pocos confiesan: el terror existencial de trabajar con bases de datos de indicadores en Excel que parecen tener vida propia.

Estaba yo revisando la línea base de emisiones de carbono de una empresa manufacturera. Tenían datos de 23 plantas en 4 países. Todo capturado en un Excel que, juro por Sócrates, tenía más pestañas que días tiene el año. Fórmulas que referenciaban otras fórmulas, que a su vez referenciaban celdas en otras pestañas, en otros archivos, quizá en otra dimensión.

«¿Quién diseñó esto?», pregunté con genuino terror.

«Era de Javier, pero ya no trabaja aquí. Desde 2019.»

Por supuesto.

Pasé tres días intentando descifrar la lógica de ese Excel. Fue como traducir los manuscritos del Mar Muerto, pero con más funciones BUSCARV anidadas. Al final descubrí que llevaban dos años reportando el mismo dato porque nadie se había atrevido a modificar las fórmulas de Javier. El Excel se había convertido en una reliquia sagrada que nadie entendía pero todos respetaban.

La moraleja: documenta tus metodologías como si mañana te fueras a ganar la lotería y dejar tu trabajo sin avisar. Tu yo del futuro (y tus colegas) te lo agradecerán.

La trampa de la medición perfecta

Aquí viene la confesión más profunda: a veces, en nuestra búsqueda de medir todo perfectamente, terminamos sin medir nada.

He visto empresas paralizadas durante meses porque quieren «el indicador perfecto» antes de empezar. Quieren la metodología más robusta, el software más sofisticado, la certificación más prestigiosa. Mientras tanto, sus emisiones siguen aumentando, su consumo de agua no se reduce, y su impacto social es un misterio para todos, incluyendo ellos mismos.

Como me enseñaron mis profesores de filosofía (aunque en otro contexto): lo perfecto es enemigo de lo bueno. O como yo lo adapté para el mundo de la sustentabilidad: la medición perfecta que nunca haces es infinitamente peor que la medición imperfecta que haces hoy.

Una empresa de alimentos estaba esperando «el momento correcto» para comenzar a medir su huella hídrica. Llevaban dos años esperando. «Es que queremos hacerlo bien», me decían. Les pregunté: «¿Saben aproximadamente cuánta agua usan?» Sí. «¿Saben en qué procesos la usan?» También. «¿Saben qué podrían hacer para reducirla?» Claro.

«Entonces ya saben suficiente para empezar. La precisión vendrá después.»

Empezaron al mes siguiente. Un año después, habían reducido su consumo de agua en 18%. No con mediciones perfectas, sino con mediciones suficientemente buenas y, sobre todo, con acción.

El indicador que lo cambió todo

No todo es caos y comedía en este mundo. A veces, solo a veces, ocurre la magia de encontrar el indicador correcto.

Trabajamos con una empresa de tecnología que no lograba entender su impacto ambiental real. Medían energía, papel reciclado, botellas de plástico evitadas (el clásico). Pero algo no cerraba. Su impacto más grande estaba en otro lado.

Después de tres meses de análisis, descubrimos que el 73% de su huella de carbono venía de su infraestructura digital: servidores, data centers, almacenamiento en la nube. Nadie lo había considerado porque «es digital, no contamina». Sorpresa: contamina, y mucho.

Cuando presentamos el hallazgo, hubo shock inicial, luego negación, después aceptación, y finalmente acción. Migraron a proveedores de cloud con energía renovable, optimizaron su código para ser más eficiente energéticamente, implementaron políticas de limpieza de datos. En 18 meses, redujeron esas emisiones en 41%.

El indicador correcto les mostró dónde realmente estaba su impacto. Y eso, señoras y señores, es cuando esta profesión se siente como la cosa más gratificante del mundo.

Lo que eealmente importa

Después de años midiendo, calculando, reportando y, sí, a veces sufriendo con hojas de cálculo diabólicas, he llegado a algunas conclusiones:

Los indicadores no son el fin, son el medio. Medir por medir no sirve de nada. Los indicadores deben informar decisiones. Si tu reporte de sustentabilidad se ve bonito pero nadie hace nada distinto después de leerlo, es literatura corporativa, no gestión de impacto.

La imperfección honesta es mejor que la perfección ficticia. Más vale un indicador simple pero real que un dashboard sofisticado lleno de datos inventados. La credibilidad se construye con verdad, no con PowerPoints glamurosos.

Mide lo que importa, no lo que es fácil. Es tentador medir solo lo sencillo: hojas de papel reciclado, bombillas LED, botellitas de plástico evitadas. Pero si tu impacto real está en tu cadena de suministro, en el uso de tus productos, en tus inversiones financieras, ahí es donde debe estar tu esfuerzo de medición.

Los datos sin contexto son ruido. Un número sin comparación, sin tendencia, sin benchmark, no dice nada. «Emitimos 15,000 toneladas de CO2» puede sonar mucho o poco. ¿Comparado con qué? ¿Con el año pasado? ¿Con tu industria? ¿Con tu tamaño? El contexto convierte datos en información, e información en conocimiento.

Y finalmente, la paradoja más grande: En esta era obsesionada con medir todo, a veces olvidamos que hay impactos que no caben en una hoja de cálculo. El cambio cultural, la inspiración, el ejemplo. Eso no significa que no debamos intentar medirlos, pero tampoco que debamos ignorarlos porque son difíciles de cuantificar.

Como aprendí en mis años de estudiar filosofía: no todo lo que cuenta puede ser contado, y no todo lo que puede ser contado cuenta. Pero diablos, hay que intentarlo.

Porque al final del día, medir nuestro impacto no es solo un ejercicio técnico o una obligación regulatoria. Es un acto de responsabilidad, de humildad incluso. Es reconocer que nuestras acciones tienen consecuencias, que esas consecuencias pueden ser evaluadas, y que tenemos el poder de cambiarlas.

Y si para eso tengo que explicar Scope 3 setecientas veces más, seguir rescatando indicadores fantasma, y lidiar con Excels poseídos por demonios, pues adelante.

Alguien tiene que hacerlo.

Roberto Carvallo, o sea yo, es filósofo de permanente formación, consultor de sustentabilidad por convicción, y sobreviviente de incontables reuniones sobre KPIs. Dirige Terraetica, donde intenta diariamente que las empresas midan lo que realmente importa, con humor cuando es posible y con rigor siempre.

 

 

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Dr Roberto Carvallo Escobar

Director de Terraética