Hace unas semanas, salí de casa rumbo al trabajo con mi termo de acero, orgulloso de evitar el vaso desechable. Al llegar a la cafetería del barrio leí un letrero enorme: “Nuestro café proviene de fincas con certificación ambiental y comercio justo”. Sonreí… hasta que la barista, muy amable, deslizó dentro de mi termo un agitador de plástico y me ofreció dos sobres de azúcar refinada envueltos por separado. Paradójico: el compromiso ambiental convivía, incómodamente, con las inercias de siempre. Ese microchoque me recordó la esencia de las grandes dificultades para implementar ESG en México: ideales robustos enfrentados a hábitos arraigados.

1. E de Environmental: medir es más difícil que prometer

El primer obstáculo es medir lo que realmente importa. Las empresas hablan de alcances 1, 2 y 3 (emisiones directas, indirectas por energía y de la cadena de valor) como si fueran pasos de baile, pero llevarlos al terreno es otra historia. Lo vi en la pequeña panadería de mi primo, en Guadalajara: compró un medidor inteligente para su horno pensando que así reportaría su huella de carbono. Duró tres semanas; «me quita tiempo de producción», dijo mientras amasaba el bolillo.

A gran escala, una maquiladora de autopartes con la que colaboré quiso alinear sus metas con la Iniciativa de Objetivos Basados en la Ciencia (SBTi). Para estar en ruta de 1,5 °C debía recortar 50 % de sus emisiones absolutas antes de 2030. Cuando los ingenieros echaron números vieron que sustituir las calderas a gas por bombas de calor consumiría dos años completos de su presupuesto de capital. La materialidad climática chocó de frente con la materialidad financiera.

En el edificio donde vivo, la asamblea decidió cambiar los focos incandescentes por LED. Excelente. Pero nadie recordó que los focos viejos, al retirarse, se vuelven residuos peligrosos (contienen metales pesados). ¿Quién los recoge? ¿Quién los reporta? La empresa de mantenimiento, que presume ser “carbono neutral”, no tenía protocolo de disposición. El impacto se diluyó en el limbo de las responsabilidades difusas. En México, la realidad todavía supera a la regulación: la Ley General para la Prevención y Gestión Integral de los Residuos existe, pero su aplicación cotidiana es incierta.

Otro tema candente es el estrés hídrico. En Monterrey, una fábrica de bebidas instaló tecnología de osmosis inversa para reducir consumo, pero la colonia vecina apenas recibe agua dos veces por semana. El riesgo reputacional de producir refrescos mientras los vecinos almacenan agua en tinacos ilustra la tensión social ligada al indicador ambiental.

2. S de Social: mucho más que publicaciones alusivas en redes

Cuando escucho a empresas decir que “cumplen la S” porque celebran el Día de la Madre con flores, me hierve la sangre. La S abarca diversidad e inclusión, seguridad laboral, cadena de suministro ética, derechos humanos y bienestar comunitario.

Ejemplo cotidiano: uso a menudo un servicio de reparto a domicilio. Hace poco apareció una opción de “propina solidaria” para apoyar la operación socialmente responsable. Pregunté al repartidor cómo llegaba ese dinero. Me confesó que sí se abonaba, pero que al mismo tiempo la plataforma reducía su bono de productividad. Una especie de social-washing disfrazado de buena voluntad.

Otro ejemplo: una marca nacional de ropa lanzó una línea “Tallas para todas y todos”. Como consumidor aplaudí la iniciativa. Después supe que las prendas extra-grandes se fabricaban en una planta distinta, con salario mínimo inferior al de la planta original. El atributo inclusivo hacia el cliente descansaba sobre una exclusión para la costurera. Allí entendí la complejidad de una debida diligencia en derechos humanos real y no cosmética.

Sin embargo, hay luces. En la secundaria de mi hija, la cooperativa de padres impulsó que los uniformes se confeccionaran con algodón orgánico certificado. El proveedor local al principio se negó («carísimo»); cuatro meses después reconoció que un contrato estable de cinco años justificaba el esfuerzo y consiguió la certificación requerida. Esa mini-victoria muestra que la presión del consumidor informado –aunque sea barrial– puede mover montañas.

La inclusión financiera también aporta esperanza. Asociaciones de cooperativas en Oaxaca han empezado a emitir pequeños bonos comunitarios; parte del rendimiento depende de que se cumplan metas sociales (por ejemplo, porcentaje de mujeres en puestos directivos). Los inversionistas reciben información semestral auditada y, si los indicadores no se cumplen, la tasa de interés baja automáticamente. Aquí el capital se convierte en aliado de la S.

3. G de Governance: la letra que duele menos, pero manda más

Decir “buen gobierno corporativo” suena elegante, pero la G es la bisagra que hace que la E y la S se muevan. No existe estrategia climática creíble si el consejo de administración no liga incentivos ejecutivos al desempeño ambiental. No hay ambición social seria si la mesa directiva sigue midiendo el éxito sólo en EBITDA trimestral.

La gobernanza se ve en gestos cotidianos. El viernes pasado un restaurante me entregó un ticket sin IVA “para apoyarnos entre todos”. Esa micro-evasión erosiona la confianza: muestra debilidad ética y riesgo de cumplimiento legal. La anticorrupción, tan discutida en México, es parte central de la G.

Pero no todo es sombra. La llegada de marcos globales, como las recomendaciones TCFD y las nuevas normas NIIF S1 y S2 del ISSB, está llevando la conversación ESG de la oficina de marketing a la de auditoría. He visto directores financieros revisar, nerviosos, su matriz de doble materialidad: cómo impacta el clima a la empresa y cómo impacta la empresa al clima. Esa incomodidad es necesaria: si duele es porque ya importa.

La Comisión Nacional Bancaria y de Valores (CNBV) emitió en 2023 lineamientos voluntarios de reportes, y se rumora que pronto serán obligatorios. Varios emisores de la Bolsa Mexicana de Valores ya entregan reportes ESG junto con sus estados financieros. El mercado presiona antes incluso de que la ley apriete.

4. Obstáculos transversales

En el día a día veo muchos desafíos para las empresas, para los clientes y para las consultorías. En especial veo:

  1. Datos confiables escasos. En un taller con emprendedores escuché cinco métodos distintos para calcular la huella hídrica de una cerveza; sin consistencia, el benchmark es imposible.

  2. Costo de transición. El famoso “capex verde”. Los fondos de fomento existen, pero la ventanilla para acceder a créditos blandos puede tardar meses.

  3. Marco normativo fragmentado. La Unión Europea avanza con su Directiva de Reporte de Sostenibilidad Corporativa (CSRD) y su taxonomía verde, mientras Latinoamérica –incluido México– va a ritmos diferentes. ¿Uso GRI, SASB o espero la norma local?

  4. Greenwashing. Cuanto más se vuelve mainstream la sostenibilidad, más creativos los eslóganes. Recordemos la aerolínea que prometía plantar árboles en 2040 a cambio de tu asiento “más verde”.

  5. Complejidad de la cadena de valor. Pasar de un modelo lineal a una economía circular exige rediseñar productos, logística inversa y, sobre todo, un cambio de mentalidad.

5. Semillas de esperanza

Pero cabe decir, siempre hay mucha esperanza. Siempre hay en este sector que tanto queremos:

  • Inversionistas activos. Los bonos verdes, sociales y vinculados a sostenibilidad ya no son nicho. Varios fondos de pensiones mexicanos exigen hoy metas ambientales medibles.

  • Tecnología accesible. Existen apps que permiten a un caficultor comprobar prácticas regenerativas y vender a mejor precio sin intermediarios.

  • Cultura generacional. La Generación Z investiga la huella ecológica de una marca antes de comprarla; no basta con un comercial ingenioso.

  • Colaboración radical. ONG, gobierno y empresas comparten datos sobre cuencas hídricas; se rompe la lógica de la información propietaria.

  • Legislación progresiva. Cuando la ley exige revelar indicadores ESG, la calidad de los datos mejora; nadie quiere encabezar la lista de “verdes imaginarios”.

6. Un cierre personal

Regreso a mi termo de café. Lo sostengo mientras escribo y recuerdo que, aunque los retos ESG parecen abstractos, empiezan en gestos mundanos. Pero no basta con culpar al consumidor: la conversación ESG debe pasar de la culpa individual al cambio sistémico.

He visto empresas paralizarse ante la magnitud de los compromisos: “No podemos con todo”. Mi respuesta es siempre la misma: empiecen por lo material. Si su principal huella es energética, ataquen energía; si es desigualdad salarial, prioricen paridad y cadena de suministro. Focalizar donde duele crea músculo para crecer después.

No soy ingenuo: sé que algunos planes de Net Zero 2050 se escribieron con más optimismo que certeza. Aun así movilizan talento y capital: hace diez años nadie hablaba de captura directa de aire y hoy es plática de sobremesa.

Tampoco ignoro que la retórica ESG puede cansar. Pregunté en un foro: “¿Hasta cuándo llamaremos ESG a lo evidente?”. Un empresario respondió: “Hasta que sea redundante”. Ojalá llegue ese día: cuando decir que una empresa es responsable sea tan obvio como aclarar que una naranja es… naranja.

Mientras tanto seguiremos lidiando con siglas y auditorías. Por mi parte, sostendré mi termo, cuidaré de no aceptar agitadores plásticos y recordaré que el verdadero cambio se cuece entre la épica de los grandes sistemas y la humildad de los pequeños hábitos.

Contemos nuestras victorias —por mínimas que parezcan— para no naufragar en la avalancha de pendientes. Cada instalación de paneles solares en una pyme de Querétaro, cada escuela que separa residuos en Morelia, cada gobierno municipal que obliga a divulgar riesgos climáticos suma un grano de arena. Cuando esos granos se acumulan, forman la duna capaz de frenar la crisis.

Si en el camino tropezamos con contradicciones —el agitador envuelto, el ticket sin IVA, la propina mal aplicada— aceptémoslas como recordatorios de que la sostenibilidad no es una línea recta, sino un zigzag entre el ideal y lo posible.

Creo, por último, que la esperanza no se forja en los PowerPoints de estrategia, sino en la comunidad: el vecino que exige contenedores de orgánicos, la empleada que pide un comité de diversidad, la inversionista que rechaza ganancias a costa del planeta. Ahí, en la suma de voces, reside la fuerza que empuja a las empresas a saltar de las palabras a los hechos.

Así que sí: hay enormes dificultades para implementar ESG en México, pero también un ejército creciente de ciudadanos, consumidores, inversionistas y empleados que no piensa retroceder. Yo me cuento entre ellos. Y mientras quede café en mi termo, insistiré en que un mundo más justo y sostenible es, sencillamente, el negocio más rentable jamás imaginado.

Epílogo en la caja del supermercado

Alguna vez, en otro país, esperando en la caja de autoservicio, escuché a una madre discutir con su hijo adolescente. Él pedía unas galletas cuyo empaque compostable ostentaba un sello de evaluación de ciclo de vida que prometía 60 % menos emisiones que la competencia. Ella prefería “las de toda la vida”. El chico sacó su celular, mostró un informe comparativo y la convenció en menos de tres minutos.

Para el fabricante tradicional, ese pequeño viraje es un aviso: o innova en empaque y trazabilidad o perderá cuota. Para mí fue otra prueba de que, pese a las fricciones, la historia se inclina hacia la sostenibilidad porque la conversación ya llegó a la mesa del hogar. Cuando los criterios ESG deciden qué ponemos en el carrito, el movimiento superó la fase de moda y se volvió práctica cotidiana. Y una vez que la sostenibilidad se instala en el pasillo de las tortillas y los frijoles, ya no hay vuelta atrás.

 

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Dr Roberto Carvallo Escobar

Director de Terraética