En los últimos años, he tenido el privilegio de acompañar a decenas de organizaciones y empresas en Latinoamérica que buscan generar un cambio social o ambiental. Desde pequeñas iniciativas comunitarias hasta grandes corporaciones con áreas de Responsabilidad Social Empresarial, he visto de todo: diagnósticos apasionantes, proyectos innovadores, voluntariado bien intencionado, inversiones significativas. Pero también he visto algo que se repite una y otra vez: la medición de impacto llega tarde. Se pide cuando ya se exige. Y, en la mayoría de los casos, cuando la rendición de cuentas toca la puerta.
No quiero que este texto suene a reproche. No es una crítica desde el escritorio. Es, más bien, una reflexión desde el campo, desde el cansancio de los equipos que improvisan cédulas de evaluación a las carreras, desde la angustia de los directores que intentan demostrar que su proyecto “sí está cambiando vidas”, pero no tienen con qué probarlo. Y, sobre todo, es una invitación: a no esperar. A medir desde el inicio. A entender que la medición de impacto no es un lujo ni una obligación burocrática. Es una brújula.
Una cultura sin evaluación
En América Latina —y especialmente en México, donde he trabajado la mayor parte de mi vida profesional— existe una debilidad estructural en nuestra cultura de la rendición de cuentas. Desde la escuela nos enseñan a entregar tareas, no a evaluarnos críticamente. En muchas organizaciones, la narrativa de “hacemos el bien” parece bastar para justificar la inversión, el tiempo y la atención social. Y sí, hacer el bien es importante. Pero hacerlo bien es otra cosa.
En mi experiencia, muchas organizaciones sociales no miden impacto porque no se les ha exigido. Hasta que un donante lo solicita. Hasta que un fondo internacional les dice que tienen que llenar una matriz de resultados. Hasta que alguien del consejo directivo levanta la mano y pregunta: “¿Y qué tanto estamos logrando?”. Y entonces comienza la carrera contrarreloj.
En las empresas ocurre algo similar. He visto áreas de responsabilidad social que invierten millones en programas que, en el discurso, suenan transformadores. Pero cuando llega la hora de mostrar resultados, se topan con datos anecdóticos, encuestas internas sin línea base, fotografías de eventos que no dicen mucho. Nadie pensó en medir la diferencia que genera el programa en las personas, porque la medición nunca fue parte del diseño. Solo se volvió importante cuando alguien arriba —un CEO, un medio de comunicación, un regulador— pidió ver los resultados.
Medir impacto no es contar actividades
Hay una confusión común que también quiero abordar: medir impacto no es contar cuántas personas asistieron, ni cuántos talleres se impartieron, ni cuántas publicaciones tuvo un post en redes sociales. Eso es seguimiento de procesos. Importante, sí, pero insuficiente.
Medir impacto es observar si algo cambió. Y más aún, si ese cambio puede atribuirse —al menos en parte— a nuestra intervención. ¿La comunidad ahora tiene más acceso al agua? ¿Los estudiantes mejoraron su desempeño académico? ¿La percepción de seguridad aumentó en los barrios intervenidos? ¿El empleo local se fortaleció gracias a la cadena de valor que impulsamos? Todo eso son impactos. Pero solo podemos hablar de ellos si los comparamos contra algo.
Aquí es donde entra la tasa de cambio en poblaciones relacionadas, una metodología que uso cada vez más. Consiste en medir cómo cambia una población que fue beneficiada, comparándola con otra población similar que no recibió la intervención. No es un laboratorio, pero es una manera razonable y realista de estimar si lo que hicimos tuvo un efecto. Si vemos que el grupo intervenido mejoró 20% en ciertos indicadores y el grupo no intervenido apenas 5%, podemos asumir con cierto grado de confianza que el proyecto sí hizo una diferencia.
Un ejemplo: captadores de agua en zonas de estrés hídrico
Hace poco trabajé en un estudio sobre captadores de agua instalados en comunidades rurales con alto nivel de estrés hídrico. Las familias beneficiadas vivían en zonas donde la escasez de agua obligaba a recorrer kilómetros o depender de pipas irregulares. El proyecto consistía en instalar captadores pluviales de 10 mil litros, acompañados de talleres sobre su uso y mantenimiento.
Se diseñó un levantamiento de información con indicadores claros: frecuencia de acceso al agua, número de enfermedades gastrointestinales reportadas, nivel de estrés por conseguir agua, gasto mensual en agua, entre otros. Aplicamos encuestas antes de la instalación y luego varios meses después. Además, comparamos con una comunidad vecina que no recibió los captadores.
¿Qué encontramos? Que el grupo intervenido redujo en más de 40% su gasto mensual en agua, reportó menor estrés y mejoró significativamente su percepción sobre autonomía y dignidad. El grupo no intervenido mantuvo los mismos niveles o incluso reportó mayor frustración por la sequía reciente. La diferencia —la tasa de cambio— fue evidente. No solo había un impacto tangible: teníamos cómo demostrarlo.
Y ese dato no solo sirvió para hacer un bonito reporte. Sirvió para tomar decisiones: replicar el modelo en otras regiones, mejorar el sistema de filtración, capacitar mejor a los promotores locales, y convencer a nuevos aliados de financiar la expansión del programa.
Este tipo de análisis no se puede improvisar. Requiere planeación, teoría de cambio, indicadores claros, reactivos accesibles, un poco de estadística. Pero sobre todo requiere voluntad.
¿Por qué no medimos?
He hecho muchas entrevistas con líderes de OSC y empresas que no han medido su impacto. Les he preguntado por qué. Estas son las respuestas más comunes:
-
“No tenemos tiempo.” Es cierto. La operación absorbe todo. Pero medir también es parte de operar bien.
-
“No sabemos cómo hacerlo.” También es válido. Pero hoy existen muchas guías, cursos, consultores (sí, como yo) que pueden acompañar el proceso.
-
“No tenemos presupuesto.” Aquí la reflexión es simple: ¿qué tan caro puede ser no saber si tu proyecto sirve?
-
“Nadie nos lo ha pedido.” Esta, la más preocupante. Porque revela que aún vemos la medición como algo que se hace por obligación, no por convicción.
Y cuando finalmente se mide, muchas veces se hace con prisa, solo para cumplir. Se rellenan formatos, se manipulan datos, se busca impresionar a los financiadores. Se pierde la oportunidad de aprender.
No medir es no aprender
Medir impacto no solo sirve para rendir cuentas. Sirve para aprender. Para saber qué funciona y qué no. Para mejorar. Para dejar de hacer lo que no sirve. Para escalar lo que transforma. Medir es mirar con honestidad.
Una organización que mide puede adaptarse mejor. Una empresa que mide su impacto social o ambiental puede tomar mejores decisiones estratégicas. Un donante que recibe información clara de impacto, puede confiar y reinvertir.
Y algo más: cuando mides, empoderas. He visto a comunidades que, al ver sus datos, entienden su valor. Se involucran más. Exigen más. Se vuelven aliadas. Porque los datos también son una forma de diálogo.
¿Cómo empezar?
Para quienes están leyendo esto y sienten que es momento de actuar, aquí van algunos pasos sencillos:
-
Empieza con una teoría de cambio. ¿Qué esperas que cambie con tu proyecto? ¿Cómo ocurre ese cambio?
-
Define indicadores simples. Que reflejen cambios reales, no solo actividades.
-
Diseña reactivos claros. Preguntas que cualquier persona pueda entender y responder.
-
Compara con otra población similar. Aunque no sea perfecta, te dará perspectiva.
-
Procesa los datos. No necesitas ser un estadístico, pero sí interpretar la información con cuidado.
-
Cuenta historias, pero susténtalas. La narrativa es poderosa, pero los datos la fortalecen.
La urgencia de crear una cultura de impacto
Medir impacto no es solo un ejercicio técnico. Es un acto político. Es decirle a la sociedad: “Aquí estamos. Esto es lo que logramos. Esto es lo que aprendimos. Esto es lo que falta”. Es resistir la tentación de vender humo. Es construir confianza.
Vivimos en una época donde se habla mucho de sostenibilidad, de innovación social, de responsabilidad corporativa. Pero todo eso es frágil si no se puede demostrar. Y no me refiero a demostrar con discursos. Me refiero a demostrar con evidencias.
México y América Latina necesitan una nueva cultura: la cultura de la evaluación. No como un castigo, sino como una herramienta. No como una moda, sino como una ética. No como un requerimiento externo, sino como una práctica interna.
Un último pensamiento
A veces pienso que medir impacto es como mirar al espejo. No siempre nos gusta lo que vemos. Pero es necesario. Nos permite corregir, reconocer, agradecer, cambiar. Y también celebrar.
Porque cuando una organización mide bien, y descubre que su intervención sí cambió algo —una conducta, una oportunidad, una vida— entonces no necesita más justificación. Tiene sentido. Y puede mirar de frente a cualquier financiador, consejo o comunidad y decir: esto hicimos, esto logramos, esto aprendimos.
No esperes a que te lo pidan.
Conoce más de medición de impacto aquí
Dr Roberto Carvallo Escobar
Director de Terraética