Hace unos años, en una reunión de evaluación anual, una directora de sustentabilidad me mostró con orgullo los resultados de su programa: «Roberto, este año capacitamos a 2,847 personas, plantamos 15,000 árboles y entregamos 450 becas escolares.» Los números eran impresionantes, el presupuesto considerable, y la dedicación del equipo era evidente. Sin embargo, cuando le pregunté qué había cambiado realmente en las comunidades donde trabajaban, el silencio se extendió por varios segundos.

Esta escena se ha repetido en mi experiencia más veces de las que me gustaría admitir. Y no es porque las empresas no se preocupen por el impacto real de sus programas de Responsabilidad Social Empresarial (RSE), sino porque hemos construido una cultura de medición que privilegia lo tangible y cuantificable por encima de lo transformacional.

Durante mis años trabajando con organizaciones de todos los tamaños, he observado un patrón recurrente: nos enamoramos de los números que son fáciles de contar. Talleres impartidos, personas capacitadas, árboles plantados, kits entregados, becas otorgadas. Estos indicadores, que en el mundo de la medición de impacto llamamos «outputs» o resultados inmediatos, nos dan una falsa sensación de control y logro.

Pero aquí está el problema: estos números nos dicen muy poco sobre si estamos realmente transformando realidades. Es como medir el éxito de un chef por la cantidad de ingredientes que usa, no por la calidad de los platillos que prepara o la satisfacción de sus comensales.

Recuerdo particularmente el caso de una empresa manufacturera que había invertido millones en programas de capacitación laboral. Sus reportes anuales mostraban cifras espectaculares: más de 3,000 personas capacitadas en cinco años. Cuando decidimos evaluar el impacto real, descubrimos que solo el 23% de los participantes había logrado conseguir un empleo mejor remunerado después de la capacitación. Más revelador aún: muchos de los cursos se enfocaban en habilidades que tenían poca demanda en el mercado laboral local.

La diferencia entre medir actividades y medir impacto es la diferencia entre saber cuántas semillas plantas y saber cuántas se convierten en árboles que realmente mejoran el ecosistema. Esta distinción no es solo conceptual; tiene implicaciones profundas para la efectividad y credibilidad de los programas de RSE.

Los indicadores de impacto nos hablan de cambios reales en las condiciones de vida de las personas, en el estado del medio ambiente, en el desarrollo de las comunidades. Nos dicen si las capacitaciones realmente mejoraron las habilidades de los participantes, si los programas ambientales efectivamente restauraron ecosistemas, si las iniciativas educativas aumentaron las oportunidades de los beneficiarios.

En una ocasión, trabajamos con una compañía de alimentos que había estado realizando talleres de nutrición en comunidades rurales durante tres años. Sus métricas tradicionales mostraban 127 talleres impartidos y 1,890 participantes. Cuando implementamos una evaluación de impacto, descubrimos que el 67% de las familias participantes había modificado efectivamente sus hábitos alimentarios, y lo más impresionante: la incidencia de desnutrición infantil en esas comunidades había disminuido un 34% comparado con comunidades similares que no participaron en el programa.

Para entender la importancia de medir impacto real en RSE, necesitamos contextualizar nuestros esfuerzos dentro de la realidad mexicana. Los datos del INEGI nos ofrecen un panorama que debería informar todas nuestras estrategias de responsabilidad social.

Según la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH) 2022, el 43.9% de la población mexicana vive en situación de pobreza, mientras que el 8.5% se encuentra en pobreza extrema. Estos no son solo estadísticas; representan más de 55 millones de mexicanos cuyas vidas podrían transformarse con programas de RSE bien diseñados y efectivamente medidos.

Pero aquí viene lo interesante: el mismo INEGI nos muestra que el acceso a tecnologías de información ha crecido exponencialmente. El 78.3% de los hogares mexicanos tiene acceso a internet, comparado con apenas 39.2% en 2015. Esta información es oro puro para cualquier programa de RSE que busque generar impacto real. ¿Por qué? Porque nos indica que las estrategias de capacitación y desarrollo comunitario pueden aprovechar canales digitales para amplificar su alcance y efectividad.

La Encuesta Intercensal 2015 y los datos actualizados del Censo 2020 nos revelan patrones demográficos que pueden revolucionar cómo medimos el impacto de nuestros programas. Por ejemplo, sabemos que el 21.5% de la población mexicana tiene entre 15 y 29 años, representando el bono demográfico más importante de nuestra historia.

Pero aquí está la clave: según datos del INEGI sobre educación, solo el 55.4% de los jóvenes entre 15 y 24 años asiste a algún nivel educativo. Esto significa que existe una ventana de oportunidad masiva para programas de RSE enfocados en capacitación laboral y desarrollo de habilidades.

Una empresa de servicios financieros con la que colaboramos utilizó precisamente estos datos para rediseñar completamente su estrategia de RSE. En lugar de medir solo el número de jóvenes capacitados, comenzaron a rastrear indicadores como: porcentaje de participantes que incrementaron sus ingresos en los seis meses posteriores a la capacitación, número de emprendimientos creados, y tasa de retención laboral. Los resultados fueron reveladores: descubrieron que sus programas tenían mayor impacto en zonas urbanas periféricas que en zonas rurales, información que les permitió optimizar la asignación de recursos.

Medir impacto real requiere una metodología robusta que vaya más allá de contar actividades. En mis años de experiencia, he identificado cinco elementos clave que distinguen una medición de impacto efectiva:

Primero, la línea base sólida. Antes de implementar cualquier programa, necesitamos conocer la situación inicial de nuestros beneficiarios. Esto significa no solo datos demográficos, sino información sobre conocimientos, habilidades, condiciones económicas, y cualquier otro factor relevante para nuestro programa.

Segundo, indicadores de resultado específicos y medibles. En lugar de preguntar «¿cuántas personas capacitamos?», debemos preguntarnos «¿cuántas personas mejoraron efectivamente su situación gracias a la capacitación?» Esto requiere definir qué significa «mejorar» en el contexto específico de cada programa.

Tercero, metodologías de comparación. Una de las mejores formas de medir impacto real es comparar los resultados de nuestros beneficiarios con grupos de control similares que no participaron en el programa. Esta comparación nos permite aislar el efecto específico de nuestra intervención.

Cuarto, seguimiento temporal. El impacto real muchas veces se manifiesta meses o incluso años después de la intervención. Un programa de capacitación puede mostrar su verdadero valor cuando los participantes han tenido tiempo de aplicar lo aprendido y ver cambios en sus vidas.

Quinto, medición cualitativa complementaria. Los números cuentan parte de la historia, pero las voces de los beneficiarios completan el panorama. Las entrevistas a profundidad y los grupos focales nos ayudan a entender no solo qué cambió, sino cómo y por qué cambió.

Permíteme compartir un ejemplo que ilustra perfectamente la diferencia entre medir actividades y medir impacto. Una empresa del sector automotriz había estado implementando programas de reforestación durante cinco años. Sus reportes mostraban números impresionantes: 75,000 árboles plantados en 50 hectáreas.

Cuando decidimos evaluar el impacto ambiental real, utilizamos datos del INEGI sobre cobertura forestal y erosión de suelos para establecer métricas comparativas. Descubrimos algo fascinante: solo el 34% de los árboles plantados había sobrevivido, pero lo más importante, en las áreas donde sí había sobrevivido la reforestación, la erosión del suelo había disminuido un 28% y la captura de carbono había aumentado significativamente.

Esta información cambió completamente el enfoque del programa. En lugar de enfocarse solo en plantar más árboles, comenzaron a invertir en seguimiento y mantenimiento, selección de especies nativas más resistentes, y capacitación de comunidades locales para el cuidado a largo plazo. El resultado: su tasa de supervivencia se incrementó al 71% en los años siguientes.

El poder transformador de los datos duros

Los datos del INEGI sobre desarrollo social nos ofrecen herramientas poderosas para contextualizar y medir nuestros impactos. El Índice de Rezago Social, por ejemplo, nos permite identificar con precisión las áreas geográficas donde nuestros programas pueden tener mayor impacto transformacional.

Según estos datos, los estados con mayor rezago social son Chiapas, Guerrero y Oaxaca, donde convergen múltiples carencias: educativas, de salud, de servicios básicos, de calidad y espacios en la vivienda. Pero aquí está la oportunidad: estos datos no solo nos dicen dónde enfocar nuestros esfuerzos, sino que nos proporcionan métricas específicas contra las cuales podemos medir nuestro progreso.

Una organización del sector retail utilizó estos datos para rediseñar completamente su estrategia de RSE. En lugar de distribuir sus programas de manera uniforme por todo el país, concentraron esfuerzos en municipios específicos con alto rezago social. Más importante aún, utilizaron los indicadores específicos del rezago social como línea base para medir su impacto.

Los resultados fueron extraordinarios: en los municipios donde implementaron programas integrales de desarrollo comunitario, lograron documentar mejoras del 15% en el índice de rezago social en un periodo de tres años. Esto no era solo una mejora estadística; representaba familias con mejor acceso a agua potable, niños con mayor escolaridad, y comunidades con mejor infraestructura básica.

En un mundo donde los consumidores, inversionistas y reguladores demandan transparencia y resultados reales, la capacidad de demostrar impacto genuino se convierte en una ventaja competitiva significativa. Las empresas que pueden mostrar transformaciones reales en sus programas de RSE no solo cumplen con expectativas sociales; construyen confianza y legitimidad social que se traduce en valor empresarial.

Recuerdo vívidamente una presentación ante un consejo directivo donde los miembros estaban cuestionando la efectividad de un considerable presupuesto de RSE. Los números tradicionales (talleres, participantes, materiales distribuidos) no estaban generando convicción. Pero cuando presentamos los datos de impacto real – mejoras en ingresos familiares, reducción en tasas de deserción escolar, incremento en empleabilidad – la conversación cambió completamente. El programa no solo se mantuvo; se amplió.

El panorama de la responsabilidad social empresarial está evolucionando hacia una era donde los datos y el impacto medible se vuelven fundamentales. Las nuevas generaciones de consumidores y colaboradores no se conforman con buenas intenciones; demandan evidencia de transformación real.

Los avances tecnológicos nos ofrecen oportunidades sin precedentes para medir impacto de manera más precisa y eficiente. Aplicaciones móviles pueden capturar datos en tiempo real, sistemas de información geográfica pueden mapear cambios ambientales, y plataformas digitales pueden facilitar el seguimiento longitudinal de beneficiarios.

Pero la tecnología es solo una herramienta. La verdadera revolución viene de cambiar nuestra mentalidad: pasar de celebrar cuánto hacemos a demostrar cuánto transformamos. Esta transición no es solo metodológica; es cultural y estratégica.

La medición de impacto real en RSE no es un lujo conceptual; es una necesidad estratégica. En un contexto como el mexicano, donde las necesidades sociales son enormes y los recursos limitados, no podemos permitirnos el lujo de programas que se sienten bien pero que no generan cambios sustantivos.

Los datos del INEGI nos proporcionan el contexto, las metodologías de impacto nos dan las herramientas, y la experiencia acumulada nos muestra el camino. Lo que necesitamos ahora es el compromiso organizacional de hacer la transición de medir actividades a medir transformaciones.

Esta transición requiere inversión en capacidades, cambios en sistemas de reporte, y a veces la humildad de reconocer que programas que parecían exitosos en realidad tenían impacto limitado. Pero las recompensas – en términos de efectividad social, credibilidad empresarial, y satisfacción personal – justifican ampliamente el esfuerzo.

La pregunta ya no es si deberíamos medir el impacto real de nuestros programas de RSE. La pregunta es: ¿cuándo comenzaremos a hacerlo de manera sistemática y rigurosa? Porque al final del día, nuestras comunidades no necesitan más números impresionantes en reportes anuales. Necesitan transformaciones reales que mejoren sus vidas de manera tangible y duradera.

Y esas transformaciones solo pueden lograrse y comunicarse cuando tenemos el valor de medir lo que realmente importa.

 

 

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Dr Roberto Carvallo Escobar

Director de Terraética